HYLE & NEUMA

Este díptico nace de una inquietud central: ¿qué significa habitar un cuerpo antes de saberlo, y qué ocurre cuando una chispa de conciencia lo atraviesa? ¿Qué pasa con el alma cuando el cuerpo y la mente son violentados? ¿Cuando esos recipientes aun son inocentes? Ambas piezas fueron modeladas como cabezas, no tanto como retratos, sino como contenedores de estados ontológicos: Hyle, la materia bruta, y Pneuma, el aliento que la habita.

En Hyle, trabajé con esmalte rojo sangre y formas geométricas reminiscentes de juguetes para infantes —estrellas, círculos, vacíos de encaje— para hablar de una mente primitiva, atrapada en el cuerpo sin comprenderlo. Es una cabeza sellada, casi muda, atravesada por gestos de intento: buscar forma, articularse, pero fallar. Me interesa esa tensión entre lo biológico y lo simbólico, lo sensible y lo inerte.

En contraste, Pneuma tiene otra vibración: la superficie blanca parece más tranquila, pero está rota, marcada por una experiencia de ascenso. La figura en su cima —una especie de animal juguetón, negro y ambiguo— sostiene un fuego real: una chispa pirotécnica que, al encenderse, transforma la pieza en un cuerpo que vibra. La materia sigue ahí, herida, pero ahora está animada. No es redención, pero sí una alteración irreversible.

Ambas piezas fueron construidas con técnicas similares —cerámica esmaltada, engobes, cocción de alta temperatura— pero sus colores, sus texturas y sus heridas marcan dos estados distintos de existencia. El díptico no busca una síntesis, sino mostrar ese tránsito, esa grieta entre lo que éramos y lo que podríamos llegar a ser. Son autorretratos espirituales en forma de barro.

 

Hyle

Hyle es una cabeza sin lenguaje. En ella me propuse modelar un estado previo a la conciencia, un cuerpo que siente pero no comprende y el momento en que, al crecer, pierde ese estado, pierde esa inocencia. Está construida con una cerámica densa, esmaltada en rojo brillante, casi como carne expuesta. En sus formas se cuela lo infantil —las estrellas, los círculos— como un eco de aquellos juegos de encaje que usamos para aprender a reconocer el mundo. Pero aquí, esas formas no encajan: son heridas, vacíos sin destino.

Durante el proceso sentí una especie de compasión por esta pieza. No era simplemente una escultura, sino una presencia que me devolvía una emoción espesa, incómoda: una mezcla de frustración, de espera sin lenguaje, una perdida inmensurable que llegó antes de tiempo. Hay una violencia en su forma, una insistencia de la materia sobre sí misma. Su rostro está marcado por una tensión interna: quiere articularse, pero aún no puede. Es el cuerpo donde habita un alma que aún no se reconoce como tal y que ha sido violentado. 

Pneuma

Pneuma fue concebida como el reverso de Hyle, pero también como su consecuencia inevitable. Es la misma forma básica —una cabeza, un recipiente— pero algo ha ocurrido. El blanco de su superficie, quebrado y agrietado, sugiere una transformación interna. En su base, aún persiste el rojo de la carne, pero ahora es apenas un borde: no domina, solo queda.

La figura negra que descansa en su coronilla es una especie de tótem o juguete arquetípico. No quise que fuera del todo reconocible. Quería que se sintiera como algo que nos observa con ternura, pero también con poder. La chispa pirotécnica que emerge de su centro no es solo un efecto: es el instante del despertar, el símbolo del espíritu que enciende la materia. Esa explosión breve me recuerda que el momento de iluminación es fugaz, pero marca todo lo que toca.

Cuando terminé esta pieza, sentí algo muy distinto a Hyle: no alivio, sino lucidez. Pneuma me habla de ese punto donde la experiencia ya no puede ser deshecha, donde la materia, tocada por el espíritu, ya no puede volver atrás.